Lejos de instalar una impertinencia, creemos que es necesario hacerse esta pregunta sobre el final de una jornada donde se ha testimoniado, comentado y especulado largamente sobre el supuesto de que la participación es incuestionable, avanzando sólo sobre el cómo y cuando. Todo lo cual –por lo demás- hecho desde un curiosa aura "adánica", como si de participación en los procesos de intervención patrimonial no se hubiera hablado, escrito y publicado antes, lo que sólo da cuenta de que la impertinencia no viene de la pregunta, sino de que quienes no se la han formulado antes e intentan instalar referentes desde el parcial voluntarismo de la coyuntura.
En los últimos años hemos sido testigos de cómo se han desplegado estrategias de conducción política para que los territorios sean compensados a través de cuotas de participación que suponen para quien detenta el poder enormes beneficios de legitimidad a cambio de manifestaciones subalternas de baja intensidad.
Desde esa lógica podemos avanzar una breve tipología de aquellas prácticas sociales que bajo el prurito de la participación se han impuesto, sin haberse preguntado antes por el “para qué”.
La primera es la participación cooptada, que supone solamente el deber de informarse por un lado y el deber de informar por otro, en una especie de mercadeo de hechos consumados en donde su utilidad llena estadísticas y satisface la complacencia regulatoria del sistema.
La segunda es la participación empoderada, que supone la representatividad cupular de grupos de intereses sectoriales, que como grupos consumidores se arrogan la defensa de los derechos de todos como si fueran los suyos propios.
La tercera es la participación azarosa, que de manera esperanzadora nos somete a la frustración contenida del “siga participando”, como si dependiéramos de la próxima tapita de gaseosa para inscribir demandas y denuncias.
Finalmente existe una participación rentabilizadora, que intenta organizar la demanda sobre una oferta generada desde la obligatoriedad a participar, como si para ser ciudadanos debamos ser víctimas de la extorsión que apela al sentido políticamente correcto de tener que invertir en el otro.
Claramente desde ese tipo de prácticas se intenta que el programa defina el uso -y no al revés- como suele preferir aquella planificación que invoca este tipo de “procesos participativos”, que resultados mediante, operan como una sutil y elusiva herramienta de exclusión.
De ahí que a muchos nos cause un profundo malestar que va desde el escepticismo a la hipocresía operativa, misma que describe al territorio como un lugar donde sujetos políticos no formales construyen la escena política que permite una amplia gama de intervenciones y hace posible la formación de nuevas subjetividades y terrenos de experimentación, al margen del sistema político formal. No porque temamos de él, sino porque el saber necesariamente siempre interroga al poder.
En ese contexto la participación es siempre difusa, no puede ser obligada, menos dirigida, ni cooptada. Al mismo tiempo la participación debe ser responsable y vinculante, no puede ser sólo vociferante, tenemos que salir del lamento de la denuncia y pasar a ser parte de la solución activa de problema.
El derecho al patrimonio se gana en el momento en que las demandas generadas por las comunidades pasen de la participación a la interpretación de sus patrimonios. En suma la participación debe dar paso a la apropiación y la apropiación a la interpretación.
Sólo de ese modo lograremos que -como hemos insistido en otras ocasiones- los propietarios se conviertan en vecinos y los vecinos en ciudadanos.
Sino ¿para qué?
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Intervención de José de Nordenflycht, Presidente de ICOMOS Chile, en el Primer Seminario de Gestión del Patrimonio y Participación Comunitaria, realizado en el Consejo Nacional de la Cultura y las Artes, Jueves 28 de mayo de 2009.
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