junio 28, 2006

PACTA SUNT SERVANDA

Desde hace más de quince años hemos sido testigos de como los gobiernos de nuestro país han ido saldando una deuda con el mundo de la cultura.

Esta expresión la hemos escuchado muchas veces alternando indistintamente los enunciados de diagnósticos y las conclusiones emanadas de sendas comisiones ad hoc.

No es lugar este para detenerse en la larga lista de logros que ello ha supuesto, de hecho estamos ad portas de seguir sumando otro logro más, por lo que podríamos completar la frase avanzando sobre un campo sectorial específico: el mundo de la cultura patrimonial.

En ese tenor me interesa apuntar algunas reflexiones desde mi experiencia disciplinar como Historiador del Arte, sobre las preguntas que derivan de la expresión que se ha utilizado para referirse a ello: deuda.

A partir de esa palabra muchas preguntas se nos vienen encima, de entre ellas les enuncio tres: ¿desde cuando estamos endeudados?, ¿cuál es el monto de esa deuda? y ¿quienes son los deudores y los acreedores de esa deuda?

¿Desde cuando estamos endeudados?

Así como la palabra patrimonio, la palabra deuda es una palabra que viene del campo semántico de la economía.
Sabemos -por lo menos desde Mario Góngora- que el imaginario activo en el discurso de las políticas públicas en Chile, ha ido transitando desde el campo semántico jurídico hacia el de la tecnocracia económica.
Por lo tanto desde que la constitución del Estado Nacional Moderno necesitó inventar una cantidad ingente de activos simbólicos para legitimar su poder, la que hoy nos parece una esquiva voluntad política, antaño fue una fuente inagotable desde donde salieron canciones nacionales, banderas, escudos, monumentos escultóricos y edilicios, por mencionar a los más reconocidos por todos. Los efectos de esta operación ya los ha señalado Hosbwam, cuando demostraba hace algunos años como en las sociedades postcoloniales existía una tendencia a inventar tradiciones, donde el relato de esa memoria se construye a través de unos intérpretes que componen los hechos y experiencias anteriores, otorgándole sentido temporal, histórico.
Estamos endeudados desde el momento mismo en que se olvida para recordar y se recuerda por ausencia. Por lo que necesariamente se termina fabricando un producto, una memoria nueva, sin pasado, donde lo autentico no estaría entonces en una suerte de “verdad original”, sino que más bien por la capacidad de construir un relato verosímil y legitimador.
Esa autenticidad legitimada es la que se expresa en nuestras sociedades a partir del ejercicio de domesticar la historia, la que finalmente termina en una “democracia de la memoria”, por lo que vamos llegando al Bicentenario con las necesidades impuestas desde la necesaria gestión del recuerdo –acertada expresión de Manuel Vicuña-, en donde las normas legales vigentes no se condicen con la realidad estructural de nuestro país, anacronía sobre la cual muchos hemos insistido desde hace más de quince años.

¿Cuál es el monto de esa deuda?

Seamos concretos ¿de cuanto estamos hablando?, ¿se pueden cuantificar los haberes del patrimonio? Claro que si. Si la palabra patrimonio viene de la economía obviamente se puede cuantificar, de hecho en el mercado de arte –tanto el oficial como el ilícito- se nos sorprende día a día transando lo intangible con valores exorbitantemente tangibles, haciendo de este uno de los ámbitos importantes de crecimiento tanto en las economías formales como las informales.
Sin embargo sabemos que con el crecimiento no basta.
Se debe equilibrar el desarrollar y el conservar.
De hecho los ecologistas saben que la mejor manera de conservar algo es aumentando su número, de ahí que la vulnerabilidad de los bienes naturales en tanto no renovables se puede mitigar -en parte- a través de intervenciones que promuevan su reproducción, sobre todo hoy en día en que la tecnología nos permite creer que todo puede ser hecho en cualquier momento y cualquier lugar, sin embargo con los bienes patrimoniales todo es diferente. Mozart o Rembrandt no pueden ser inventados nuevamente, ellos sólo pueden ser recordados.
Por lo anterior una comunidad local o un estado nacional pueden cuantificar con meridiana exactitud el valor de su patrimonio, ya que son participes activos tanto en la producción y la conservación de éste.
De hecho la comunidad internacional ha tenido una conciencia de ello desde –al menos- fines del siglo XIX, por lo que a la deuda nacional que se acumula en una cantidad cada vez más progresiva de conocimiento patrimonial que no se refrenda en un sistema que lo legitime, hay que sumar una deuda internacional, en donde comparativamente esa ingente cantidad de saber ha ido encontrando herramientas para instalar una cultura patrimonial allí donde ésta dice relación con el conocimiento transferido y diseminado en sociedades que activamente colocan esta demanda sectorial integrándola a la vida social a través de un régimen jurídico coherente.

¿Quienes son los deudores y los acreedores?

Pacta sunt servanda (Los pactos deben ser servidos), esta expresión latina que sirve de base al ordenamiento jurídico internacional del mundo occidental nos recuerda, hoy más que nunca, que las confianzas fundamentales entre los pueblos dependen de un entendimiento que va más allá de cuestiones esencialistas como el genoma humano –patrimonio de la humanidad desde 1997- el que paradojalmente nos debería obligar a reconocernos más que nunca iguales los unos a los otros en un contexto en donde pareciera que las distancias entre esos unos y esos otros parecieran ser cada vez más insalvables.
Si los pactos deben ser cumplidos, en el grupo de los que deben podríamos ubicar a todos aquellos que no los cumplen, ya sea por que los desconocen unilateralmente, los obvian, o los cumplen a medias. Esto último es finalmente lo más perverso, ya conocemos eso virtudes públicas/vicios privados. En el lado de los acreedores tendríamos en cambio a todos aquellos que habiendo cumplido con su parte del trato esperan reciprocidad.
Desde esta metáfora analítica no cabrían las victimas ni los victimarios, simplemente deudores y acreedores, es decir del derecho penal nos pasamos al derecho comercial.
Desde 1813 el Estado de Chile ha puesto en circulación algunos instrumentos jurídicos para normar la responsabilidad que le cabe dentro de la conservación de aquello que es parte importante de lo que él mismo inventó para construir su legitimidad simbólica.
Uno podrá suponer –desde la más profunda ingenuidad jurídica- que las políticas públicas deben estar en línea con ciertos objetivos generales de la ordenación jurídica del Estado, y en ese caso la pertinencia y la coherencia de las mismas deviene casi por añadidura.
Sin embargo somos demasiado humanos. Por lo demás nuestra formación disciplinar y luego nuestro trabajo cotidiano nos ha demostrado que no podemos desconocer los distintos contextos históricos en que han operado estas políticas públicas. Lo que nos pareció útil y correcto en su momento hoy puede ser un verdadero lastre, sobre todo si recordamos que en el colegio nos enseñaron que la ley manda, prohíbe y permite.
Pues bien, cuando la ley sólo manda y/o prohíbe, no permitiendo nada, es sospechoso.


Intervención de José de Nordenflycht, Presidente de ICOMOS Chile, en la Mesa Redonda Formulación de Políticas Públicas y Legislación Patrimonial en Chile, convocada por la I. Municipalidad de Valparaíso, Sala Obra Gruesa de la Pontificia Universidad Católica de Valparaíso, Valparaíso, 28 de junio de 2006.

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