marzo 11, 2014

La Fábula del Monumento



Una Fábula

Érase una vez un águila y un cóndor.
Ambos se ufanaban de tener muy buena vista en las largas distancias.
Sin embargo mientras el águila cazaba a su presa viva entre vuelos rasantes sobre las praderas, el cóndor debía dar con ella luego de fatigosos esfuerzos entre riscos y quebradas, donde generalmente yacía en estado de putrefacción. 
El águila era un ave rapaz, mientras que el cóndor era una ave carroñera.
Algunas veces, forzados a sobrevivir, sus maneras de alimentarse podían intercambiarse según la ocasión lo ameritara. Y en eso la vista y el olfato nunca fallaban, por lo que por muchos años reinaron con parsimonia en todos los cielos conocidos.
Eso hasta que llegaron a vivir debajo de ellos una extraña bandada de peludos homínidos que no sabían volar, aparentemente no eran una amenaza, pero con el tiempo se fueron apropiando de todo bajo el cielo: tierras, aguas, animales y plantas.
Cómo no podían volar, en un principio la admiración y el respeto que ellos les tenían a estas grandes aves fue tal, que convirtieron sus imágenes en símbolos de poder, para lo cual unos escogieron al águila y otros al cóndor.
Hasta que llegó el día en que aprendieron a volar, por medio de artificios estos hombres convirtieron los cuerpos naturales en cuerpos culturales, que es lo que ocurre cuando la función sigue a la forma, en medio de lo cual la admiración se convirtió en envidia.
Mientras algunos hombres habían elegido el águila como símbolo de su poder, agrupándose en imperios, otros optaron por el cóndor como emblema de sus naciones.
Mientras unos optaron por la rapiña y los otros optaron por la carroña, convertidas ahora en cultura.
A medida que esa cultura avanzaba su dominio por todos los territorios sobre los cuales volaban águilas y cóndores, sólo la sombra de éstas dejaba rastros en sus lugares más recónditos, los que como indicios eran usados por los hombres para replicar sus imágenes en piedra y metal.
Los cóndores y las águilas nunca se habían envidiado, ni siquiera cuando fueron la representación del poder de otros, estas aves solo sobrevivían en un estado natural en donde la forma seguía a la función.
Sin embargo bajo ellas todo hacía presagiar que llegaría el día en que esa envidia, que si era patrimonio de hombres, sería el triunfo de unos sobre otros, lo que se constataba en la exposición de sus vanidades simbólicas que se confrontaban en grandes monumentos y tradiciones inventadas, todos tan universales como fuera la pretensión del dominio de unos sobre los otros.
Finalmente los cielos también se convirtieron en campos de batalla, en medio de lo cual la envidia se convirtió en una abyecta justificación para el odio, donde los hombres habían perdido todo sentido de responsabilidad para con ellos mismos y sus generaciones posibles.
Al separarse el cuerpo del lugar, la forma y la función habían perdido todo sentido. Para águilas y cóndores solo quedaba la posibilidad de refugiarse en un lugar donde reencontrarse con un futuro posible para sus cuerpos.
Ese lugar era una isla rodeada de marismas llamada Trocadero.
En donde hasta el día de hoy se refugian aves de todo tipo, pese a que es parte de la bahía que fue escenario de una batalla ganada por unos hombres que tenían como emblema a un águila frente a otros que también llevaban águilas en su estandarte.
En homenaje a ese triunfo los ganadores se tomaron el nombre de la isla para denominar una plaza en la capital de su país, la que rápidamente se convirtió en un espacio festivo, donde se convocaron grandes reuniones que terminaron por desbordar el margen del río, dando lugar a una de las más recordadas exposiciones que tiene por símbolo a una torre.
Si es que cóndores y águilas volaran por ahí, esa torre podría asemejarse a una gran pajarera, pero ellos ya habían sido desplazados en ese mismo sitio por sus representaciones de piedra y metal. Y la torre -más las decenas de construcciones metálicas que la rodeaban se habían convertido en pajareras de hombres.
Lo curioso es que desde esa pajarera se comenzaron a enviar a todos los rincones del mundo extrañas imágenes vaciadas en bronce que representaban a un ave con el cuerpo de un águila que desde su cogote equilibra la cabeza de un cóndor, mérito de un escultor proveniente de una de las naciones más alejadas que había escogido al cóndor como el emblema de su república orgullosamente independiente.
Por lo que cada vez que en una de las calles de la ciudad más universal de ese lejano país nos encontramos con una de esas águilas con cabeza de cóndor, nos acordamos de que su bahía es aún el refugio posible para aves que pretenden suspender el tiempo de su obsolescencia material permitiendo que la memoria de lo que fueron convierta su origen en destino.


Ocho Moralejas

1.
Un monumento es casi siempre una escultura, porque la práctica de la escultura está en el origen de hacer funcionar a los objetos como arte, incluso antes que la pintura y mucho antes también que la arquitectura –por sólo mencionar a sus compañeras más prestigiosas-, sin embargo es la recién llegada fotografía la que le permite instalarse en nuestras conciencias.

2.
Un monumento no es siempre una escultura, así como una escultura no es siempre una estatua. Lo que media entre estas dos últimas es una relación entre objetos solo percibida por sujetos, y que será lo que recordaremos algún día.

3.
Un monumento no es naturaleza, aun cuando Humboldt habló de monumentos naturales (naturdenkmal) ante el espectáculo del Amazonas y los Andes. Lo que media entre ambos es el punto de vista desde donde se miré: desde allá o desde acá.

4.
Un monumento no es siempre de piedra, porque las verdaderas piedras siempre se presentan así mismas, cuestión que aprendimos en América hace mucho al observar la radical contemporaneidad abstracta de la escultura Inca frente a los figurativos fetiches tallados en piedra de otras comunidades americanas de más al norte.

5.
Un monumento no siempre está en el mismo lugar. Sin embargo mientras queramos tener lugares bajo nuestros pies, certezas en el horizonte y futuros posibles para nuestros hijos, necesitaremos creer en su inmovilidad para movernos seguros entre ellos. Pero sin embargo se mueven, como nos declaman los artistas del Land Art, esos Galileos de nuestro tiempo.

6.
Un monumento no es siempre patrimonio, porque el patrimonio no es siempre monumental. Esa es la única manera en que podríamos hacernos cargo de la ética de trabajo que anima nuestros esfuerzos por conservar algo que indefectiblemente va a desaparecer en su materialidad, solo para dejarnos la intangibilidad de su promesa de memoria.

7.
Un monumento no es siempre político. Aún cuando sea el poder político el que con estos sobre determina el deseo de unos por sobre el malestar de todos. De ahí que un monumento, éste monumento, se aleje del activismo y se instale desde la activación de su necesario reconocimiento en la voluntad de su autor, por sobre el voluntarismo de su comitente.

8.
Un monumento es siempre fallido, está siempre bloqueado y finalmente desaparecerá. Ya nos dijo el poeta eso de que nada real, todo es real. En medio de lo cual queda el retorno al origen, siempre.








José de Nordenflycht
Presidente ICOMOS Chile


Presentación del libro KAY, Ronald Lorenzo Berg/un origen, Consejo de Monumentos Nacionales, Santiago, Museo Vicuña Mackenna, 10 de marzo 2014. La Fábula es una re-citación parcial de DE NORDENFLYCHT, José de “Trocadero: La Fábula.”, catálogo Trocadero. Javiera Hiault-Echeverría y Renato Órdenes, Centro de Extensión CNCA, Valparaíso, 22 marzo al 26 de abril 2012.

1 comentario:

tocotuco dijo...

Gracias José.
¿Será la memoria de los trabajadores y extrabajadores, un águila con cabeza de cóndor?
...esta pregunta, en Archivo Oral de la Maestranza Barón de Valparaíso...
Un abrazo.
C.