Una Fábula
Érase
una vez un águila y un cóndor.
Ambos
se ufanaban de tener muy buena vista en las largas distancias.
Sin
embargo mientras el águila cazaba a su presa viva entre vuelos rasantes sobre
las praderas, el cóndor debía dar con ella luego de fatigosos esfuerzos entre
riscos y quebradas, donde generalmente yacía en estado de putrefacción.
El
águila era un ave rapaz, mientras que el cóndor era una ave carroñera.
Algunas
veces, forzados a sobrevivir, sus maneras de alimentarse podían intercambiarse
según la ocasión lo ameritara. Y en eso la vista y el olfato nunca fallaban,
por lo que por muchos años reinaron con parsimonia en todos los cielos
conocidos.
Eso
hasta que llegaron a vivir debajo de ellos una extraña bandada de peludos
homínidos que no sabían volar, aparentemente no eran una amenaza, pero con el
tiempo se fueron apropiando de todo bajo el cielo: tierras, aguas, animales y
plantas.
Cómo
no podían volar, en un principio la admiración y el respeto que ellos les
tenían a estas grandes aves fue tal, que convirtieron sus imágenes en símbolos
de poder, para lo cual unos escogieron al águila y otros al cóndor.
Hasta
que llegó el día en que aprendieron a volar, por medio de artificios estos
hombres convirtieron los cuerpos naturales en cuerpos culturales, que es lo que
ocurre cuando la función sigue a la forma, en medio de lo cual la admiración se
convirtió en envidia.
Mientras
algunos hombres habían elegido el águila como símbolo de su poder, agrupándose
en imperios, otros optaron por el cóndor como emblema de sus naciones.
Mientras
unos optaron por la rapiña y los otros optaron por la carroña, convertidas
ahora en cultura.
A
medida que esa cultura avanzaba su dominio por todos los territorios sobre los
cuales volaban águilas y cóndores, sólo la sombra de éstas dejaba rastros en
sus lugares más recónditos, los que como indicios eran usados por los hombres
para replicar sus imágenes en piedra y metal.
Los
cóndores y las águilas nunca se habían envidiado, ni siquiera cuando fueron la
representación del poder de otros, estas aves solo sobrevivían en un estado
natural en donde la forma seguía a la función.
Sin
embargo bajo ellas todo hacía presagiar que llegaría el día en que esa envidia,
que si era patrimonio de hombres, sería el triunfo de unos sobre otros, lo que
se constataba en la exposición de sus vanidades simbólicas que se confrontaban
en grandes monumentos y tradiciones inventadas, todos tan universales como
fuera la pretensión del dominio de unos sobre los otros.
Finalmente
los cielos también se convirtieron en campos de batalla, en medio de lo cual la
envidia se convirtió en una abyecta justificación para el odio, donde los
hombres habían perdido todo sentido de responsabilidad para con ellos mismos y
sus generaciones posibles.
Al
separarse el cuerpo del lugar, la forma y la función habían perdido todo
sentido. Para águilas y cóndores solo quedaba la posibilidad de refugiarse en
un lugar donde reencontrarse con un futuro posible para sus cuerpos.
Ese
lugar era una isla rodeada de marismas llamada Trocadero.
En
donde hasta el día de hoy se refugian aves de todo tipo, pese a que es parte de
la bahía que fue escenario de una batalla ganada por unos hombres que tenían
como emblema a un águila frente a otros que también llevaban águilas en su
estandarte.
En
homenaje a ese triunfo los ganadores se tomaron el nombre de la isla para
denominar una plaza en la capital de su país, la que rápidamente se convirtió
en un espacio festivo, donde se convocaron grandes reuniones que terminaron por
desbordar el margen del río, dando lugar a una de las más recordadas
exposiciones que tiene por símbolo a una torre.
Si
es que cóndores y águilas volaran por ahí, esa torre podría asemejarse a una
gran pajarera, pero ellos ya habían sido desplazados en ese mismo sitio por sus
representaciones de piedra y metal. Y la torre -más las decenas de
construcciones metálicas que la rodeaban se habían convertido en pajareras de
hombres.
Lo
curioso es que desde esa pajarera se comenzaron a enviar a todos los rincones
del mundo extrañas imágenes vaciadas en bronce que representaban a un ave con
el cuerpo de un águila que desde su cogote equilibra la cabeza de un cóndor, mérito
de un escultor proveniente de una de las naciones más alejadas que había
escogido al cóndor como el emblema de su república orgullosamente
independiente.
Por
lo que cada vez que en una de las calles de la ciudad más universal de ese
lejano país nos encontramos con una de esas águilas con cabeza de cóndor, nos
acordamos de que su bahía es aún el refugio posible para aves que pretenden
suspender el tiempo de su obsolescencia material permitiendo que la memoria de
lo que fueron convierta su origen en destino.
Ocho Moralejas
1.
Un monumento es casi siempre una escultura, porque la práctica de la
escultura está en el origen de hacer funcionar a los objetos como arte, incluso
antes que la pintura y mucho antes también que la arquitectura –por sólo
mencionar a sus compañeras más prestigiosas-, sin embargo es la recién llegada
fotografía la que le permite instalarse en nuestras conciencias.
2.
Un monumento no es siempre una escultura, así como una escultura no es
siempre una estatua. Lo que media entre estas dos últimas es una relación entre
objetos solo percibida por sujetos, y que será lo que recordaremos algún día.
3.
Un monumento no es naturaleza, aun cuando Humboldt habló de monumentos
naturales (naturdenkmal) ante el
espectáculo del Amazonas y los Andes. Lo que media entre ambos es el punto de
vista desde donde se miré: desde allá o desde
acá.
4.
Un monumento no es siempre de piedra, porque las verdaderas piedras
siempre se presentan así mismas, cuestión que aprendimos en América hace mucho al
observar la radical contemporaneidad abstracta de la escultura Inca frente a
los figurativos fetiches tallados en piedra de otras comunidades americanas de
más al norte.
5.
Un monumento no siempre está en el mismo lugar. Sin embargo mientras
queramos tener lugares bajo nuestros pies, certezas en el horizonte y futuros posibles
para nuestros hijos, necesitaremos creer en su inmovilidad para movernos seguros
entre ellos. Pero sin embargo se mueven, como nos declaman los artistas del Land Art, esos Galileos de nuestro
tiempo.
6.
Un monumento no es siempre patrimonio, porque el patrimonio no es
siempre monumental. Esa es la única manera en que podríamos hacernos cargo de la
ética de trabajo que anima nuestros esfuerzos por conservar algo que
indefectiblemente va a desaparecer en su materialidad, solo para dejarnos la
intangibilidad de su promesa de memoria.
7.
Un monumento no es siempre político. Aún cuando sea el poder político el
que con estos sobre determina el deseo de unos por sobre el malestar de todos.
De ahí que un monumento, éste monumento, se aleje del activismo y se instale
desde la activación de su necesario reconocimiento en la voluntad de su autor,
por sobre el voluntarismo de su comitente.
8.
Un monumento es siempre fallido, está siempre bloqueado y finalmente
desaparecerá. Ya nos dijo el poeta eso de que nada real, todo es real. En medio
de lo cual queda el retorno al origen, siempre.
José de Nordenflycht
Presidente ICOMOS Chile
Presentación
del libro KAY, Ronald Lorenzo Berg/un
origen, Consejo de Monumentos Nacionales, Santiago, Museo Vicuña Mackenna,
10 de marzo 2014. La Fábula es una re-citación parcial de DE NORDENFLYCHT, José de “Trocadero: La Fábula.”, catálogo Trocadero. Javiera
Hiault-Echeverría y Renato Órdenes, Centro de Extensión CNCA, Valparaíso, 22
marzo al 26 de abril 2012.
1 comentario:
Gracias José.
¿Será la memoria de los trabajadores y extrabajadores, un águila con cabeza de cóndor?
...esta pregunta, en Archivo Oral de la Maestranza Barón de Valparaíso...
Un abrazo.
C.
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